sábado, 15 de junio de 2019

Eco

Estos días parece que lo único que hago es mudarme. Que se cree uno que la mudanza es cosa de un día pero no.
En el cole me he pasado la última semana cubierta de polvo hasta las cejas, tirando cosas innecesarias, dándoles a los niños los materiales que no hemos llegado a utilizar y metiendo en cajas lo que la profe de segundo necesitará el año que viene. Porque mi aula seguirá siendo segundo grado, pero hay que vaciar todas las estanterías, armarios y demás para que puedan hacer una limpieza a fondo. Que falta le hace, después de 11 meses en el que 28 personas han pasado en ella 8 horas cada día, incluyendo desayuno, almuerzo y  merienda, con la porquería que todo ello conlleva. El otro día levanté la alfombra en la que se sientan los niños y había ahí un ecosistema completo. Ojú. Con lo limpitas que están siempre las aulas en España. En mi cole de Vallecas la mujer de la limpieza le pasaba la bayeta hasta a los posters. Estuve todo el curso con los posters arrugados. Pero limpios.
Terminé ayer de empaquetar todo en mi clase, apilé sillas, metí en bolsas las últimas cosas que intentaré llevar en la maleta y me fui para el tren con mis bultos, un ramo de rosas y un globo que decía "Forever in our hearts". Fui todo el trayecto con una cara de agotamiento que la gente probablemente pensaría que el globo era de un funeral. Y un poco triste estaba, para qué engañarnos. Llevo 3 años con la mayor parte de mi grupo. 5 días a la semana, 8 horas al día. Esos niños han sido mi familia. Y cuando acompañé a Z al coche de su mami y cerré la puerta y me di cuenta de que nunca más iba a ver esa carita, ni nos íbamos a poder reír juntos de estupideces, ni me iba a poder hacer el millón de preguntas que aún no me ha hecho, se me cayó el alma a los pies en un momento. Pero una lleva ya a la espalda unas cuantas despedidas y al final se hace callo. Y la procesión se queda por dentro, triste pero en silencio.
En el apartamento, ya apenas tengo donde colocar las cosas que me traje del cole. He vendido casi todo, así que el suelo está cubierto de lo que normalmente estaría en las estanterías, mesas o armarios. Y cuando llegué con mi globo y mis rosas la puerta se cerró detrás de mí y resonó el eco. El eco que ha vuelto a invadir el piso desde que ya no hay ni sofá, ni mesita, ni alfombra. Ese que costó tanto desterrar. El que con su desaparición confirmó que esto se había convertido en mi hogar resulta que no había desaparecido, sino que se había quedado agazapado en una esquinita, el muy mamón. Y vuelve ahora para recordarme que me quedan 9 días por aquí, que me apure, que haga ya los montones de lo que me quedo y lo que no, que para algo te has visto todos los capítulos de Marie Kondo.
Pero el caso es que, con eco y todo, esta aún es mi casa, mi vida aún está aquí, y después de haber desmontado mi clase parece que en cuanto empiece a hacer lo mismo con el piso ya no va a haber vuelta atrás. Y en el fondo sé que no la hay, y tengo muchísimas ganas de Madrid y de rutina nueva. Pero las transiciones le hacen sentir a uno en tierra de nadie. Traen siempre un vértigo y un no dormir y un qué pasará que se instalan como un zumbido y no le dejan a uno estar tranquilo.
Pasarán estas semanas, estos meses de cambio y de repente, un día, en nuestro pisito de Madrid, pararemos, respiraremos un aire probablemente de otoño y nos daremos cuenta de que ya estamos asentados, de que aquello es efectivamente un hogar y de que ya, por fin, no hay eco.