lunes, 12 de agosto de 2019

Pila

Cuando una se dispone a guardar los últimos tres años de su vida en tres maletas (y una de mano) se pasa bastante tiempo decidiendo entre las cosas que son prescindibles y las que no lo son tanto. Algunas están claras: los papeles oficiales, el portátil, el móvil. Prácticamente todo lo demás es reemplazable. Con lo cual, exceptuando un cuarto del equipaje, el resto se completa con cosas que son realmente innecesarias.
Yo, después de muchas mudanzas seguidas, quiero pensar que me he vuelto algo minimalista. Pero según voy deshaciendo maletas y cajas (sí, todavía) me doy cuenta de que no lo soy tanto. Me he traído, por ejemplo, una mini  langosta de peluche que me compré en mi primer año allí cuando fui a Maine a visitar a mi amiga Vero. También han viajado conmigo mi abrigo de invierno invierno, la matrícula de mi Jeep y mi colección de imanes. Mi bullet journal, mis rotuladores y mis libros infantiles favoritos. Otras cosas se las trae una de allende los mares porque después de tanto tiempo ya se ha hecho un poco guiri, como el cepillo de dientes eléctrico sin enchufe, que funciona con una única pila prácticamente eterna metida en el mango. Pero llega un momento en el que toca desenroscar la parte de abajo, sacar la pila de Energizer y meter la española, que dura y dura. Y poco a poco se van mezclando las cosas de allí con lo nuevo de aquí hasta que finalmente, vete tú a saber cuándo, de EEUU sólo queden un par de cositas claramente imprescindibles repartidas por distintos rincones de la casa.
Lo que sí queda todavía es la inercia de pensar qué hora será allí. Y qué estarán haciendo mis niños. Y cómo habrá ido el primer día de clases sin mí. Que qué tontería, pues bien, cómo va a ir. Los maestros nos estresamos siempre mucho con el primer día de clases y luego la mayoría de nosotros somos incapaces de recordar qué hicimos. Yo, desde luego, no tengo ni idea de las que hice en agosto del 16, ni del 17, ni del 18. Sí sé que me moría de ganas de conocerlos al principio y luego ya de volverlos a ver. De volver a achucharlos, de volver a reírme y a disfrutar con ellos. Y también sé que hoy, aunque esté de vuelta y la pila del cepillo ya sea española, todavía se me encoge un poquito el estómago al pensar en que más o menos a esta hora estaríamos recogiendo al final de un primer día de clases que tal vez hubiéramos olvidado pronto pero que seguro habría sido ilusionante. Que quien diga que el año empieza en enero, miente. La pila se carga en verano y yo lo único que espero es que mis pequeñajos hayan entrado con toda la energía positiva del mundo pero también, para que engañarnos, que me hayan echado un poquito de menos.

jueves, 1 de agosto de 2019

Luz

Hace cuatro años ya desde la última vez que estuve en España un 1 de agosto. Llevo tres años en los que este mes es sinónimo de volver a la rutina, a las clases, y se me hace raro que aquí los bares estén cerrando y la gente se empiece a ir de vacaciones. 
Este año el verano para mí está siendo una mudanza eterna. Que si vacía la clase de Waukegan, vacía el apartamento y haz las maletas, que si ya va siendo hora de sacar las cajas que llevan donde tus padres más de tres años y de llevarlas al nuevo piso, que a saber qué habrá ahí dentro. Dos meses llevo así. Y súmale a todo eso el papeleo de la vuelta y la reincorporación a mi centro y a la vida en general por aquí. Que si me voy a algún lado en verano me preguntan. No, no, yo me quedo.
Así que hoy que he ido a la fisio me ha dicho la pobre que qué cojones he hecho para estar así. Y se lo he contado. Y me ha dicho que sí, que sí, que mucha mudanza y tal pero que a lo mejor si hiciera algo de ejercicio los músculos no se me pondrían como piedras. Y yo le he dicho que sí, que sí. 
Total, que mi pobre fisio ha hecho lo que ha podido. Ha ido deshaciendo la tensión de las cajas parriba y pabajo, del  montaje de muebles, del  mover maletas, del aterrizaje en plena ola de calor, de las visitas en mitad de la mudanza (que menos mal, también), del qué bien que me vuelvo pero un poco también del jo qué nostalgia. Todo eso ahí estaba, agarrotando los hombros, la mandíbula, las lumbares. Y después de la paliza que me ha dado, he salido de allí como flotando, he comprado un martillo y unos cuelgafáciles porque ahora cada vez que salgo a la calle acabo haciendo algo para la casa y me he dado un paseo por mi antiguo barrio. Mi antiguo barrio que tenía una luz como de otra época, de como hace cuatro años en agosto. De cuando la vida era otra y menos mal que ya no. Y de repente, me apetece más que nunca estar aquí, donde estoy, y quiero más que nada ver qué me depara esta luz de agosto (y de septiembre y de octubre...) que llevo tanto tiempo sin ver y que, sin darme cuenta, tanto echaba de menos.

sábado, 15 de junio de 2019

Eco

Estos días parece que lo único que hago es mudarme. Que se cree uno que la mudanza es cosa de un día pero no.
En el cole me he pasado la última semana cubierta de polvo hasta las cejas, tirando cosas innecesarias, dándoles a los niños los materiales que no hemos llegado a utilizar y metiendo en cajas lo que la profe de segundo necesitará el año que viene. Porque mi aula seguirá siendo segundo grado, pero hay que vaciar todas las estanterías, armarios y demás para que puedan hacer una limpieza a fondo. Que falta le hace, después de 11 meses en el que 28 personas han pasado en ella 8 horas cada día, incluyendo desayuno, almuerzo y  merienda, con la porquería que todo ello conlleva. El otro día levanté la alfombra en la que se sientan los niños y había ahí un ecosistema completo. Ojú. Con lo limpitas que están siempre las aulas en España. En mi cole de Vallecas la mujer de la limpieza le pasaba la bayeta hasta a los posters. Estuve todo el curso con los posters arrugados. Pero limpios.
Terminé ayer de empaquetar todo en mi clase, apilé sillas, metí en bolsas las últimas cosas que intentaré llevar en la maleta y me fui para el tren con mis bultos, un ramo de rosas y un globo que decía "Forever in our hearts". Fui todo el trayecto con una cara de agotamiento que la gente probablemente pensaría que el globo era de un funeral. Y un poco triste estaba, para qué engañarnos. Llevo 3 años con la mayor parte de mi grupo. 5 días a la semana, 8 horas al día. Esos niños han sido mi familia. Y cuando acompañé a Z al coche de su mami y cerré la puerta y me di cuenta de que nunca más iba a ver esa carita, ni nos íbamos a poder reír juntos de estupideces, ni me iba a poder hacer el millón de preguntas que aún no me ha hecho, se me cayó el alma a los pies en un momento. Pero una lleva ya a la espalda unas cuantas despedidas y al final se hace callo. Y la procesión se queda por dentro, triste pero en silencio.
En el apartamento, ya apenas tengo donde colocar las cosas que me traje del cole. He vendido casi todo, así que el suelo está cubierto de lo que normalmente estaría en las estanterías, mesas o armarios. Y cuando llegué con mi globo y mis rosas la puerta se cerró detrás de mí y resonó el eco. El eco que ha vuelto a invadir el piso desde que ya no hay ni sofá, ni mesita, ni alfombra. Ese que costó tanto desterrar. El que con su desaparición confirmó que esto se había convertido en mi hogar resulta que no había desaparecido, sino que se había quedado agazapado en una esquinita, el muy mamón. Y vuelve ahora para recordarme que me quedan 9 días por aquí, que me apure, que haga ya los montones de lo que me quedo y lo que no, que para algo te has visto todos los capítulos de Marie Kondo.
Pero el caso es que, con eco y todo, esta aún es mi casa, mi vida aún está aquí, y después de haber desmontado mi clase parece que en cuanto empiece a hacer lo mismo con el piso ya no va a haber vuelta atrás. Y en el fondo sé que no la hay, y tengo muchísimas ganas de Madrid y de rutina nueva. Pero las transiciones le hacen sentir a uno en tierra de nadie. Traen siempre un vértigo y un no dormir y un qué pasará que se instalan como un zumbido y no le dejan a uno estar tranquilo.
Pasarán estas semanas, estos meses de cambio y de repente, un día, en nuestro pisito de Madrid, pararemos, respiraremos un aire probablemente de otoño y nos daremos cuenta de que ya estamos asentados, de que aquello es efectivamente un hogar y de que ya, por fin, no hay eco.

lunes, 20 de mayo de 2019

Afinando

Que te quedan menos de 40 días a este lado del charco, muchacha, y hay que ir afinando. Ya toca poner los anuncios para ir vendiendo los muebles, gastar la comida que tienes en la despensa, comprar botes de champú y gel más pequeños. ¿Cuántos rollos de papel gastará una en 35 días? Tirar la ropa que no quieres traer de vuelta a España. Hacer una lista con las suscripciones que vas a tener que cancelar: Hulu, Netflix, el móvil, Internet, la luz. Pensar qué cosas del cole te quieres llevar. Buscar un servicio de envío internacional de cajas. O dejarlo todo aquí y al carajo.
Intentar que no te entre el miedito demasiado pronto. Pretender que la vida va a seguir igual. Porque se avecina otro cambio gordo, de esos que ya nos conocemos. Y el cambio, cuando se ve venir, aunque sea de (algo) lejos, acojona.

martes, 2 de abril de 2019

Lástima

Hace un par de días se me encendió una luz de esas de aviso en el coche. Como el pobre tiene ya sus años y nos conocemos, le di un poco de tiempo a ver si se le iba sola, pero esta era de las que no. Así que hoy lo he llevado al taller. Y por fin me he sentido como una pro. De la vida americana, digo.
He llevado el coche a la salida del trabajo a un taller que está en Sunset Boulevard, que hasta sin meterlo en el GPS me sé ya por dónde queda. He llegado en un periquete, sin perderme. Que si me lo dicen cuando aterricé aquí no me lo habría creído.
He entrado al sitio, he hablado con la tipa, luego con el tipo. He podido entender su acento neoyorquino (casi) sin problemas. Y mientras hacíamos los trámites he ido pidiendo el Lyft, que en los suburbios tardan como el doble en llegar que en Chicago, acuérdate. Lyft para el que tengo un bono que me descuenta 5 dólares de cualquier trayecto. Porque Kyle me aconseja muy bien para estas cosas, si no ahí estaría yo la primera pagando el precio completo del Uber. 
La hora de recogida del Lyft era crucial. El tren sale de la estación de Waukegan a las 17.10, que me lo sé sin mirar el móvil, y eran ya las 16.40. Y el tráfico en la rush hour es un suplicio estés donde estés, y no era plan de perderlo porque el siguiente no pasa hasta las 18.10. Eso también me lo sé sin mirarlo. Y la sala de espera de la estación la cierran a partir del mediodía o así para evitar que se les llene de mendigos o de gente que ha perdido el tren. Que ya me he helado el culete un par de veces por la tontería y ya no se me olvida.
Esta vez he llegado a tiempo y le he explicado el sistema a una chica que tenía la misma expresión que yo la primera vez que cogí el tren en esa estación. Que no, que mira, que el tren viene de Chicago, sí. Pero es el que tienes que coger tú, aunque tú no vayas hacia el Norte. Porque ahora lo que hace es bajar un poco, cambiar de vía y ahora ya es el tren que va hacia el Sur, que es a donde quieres ir tú. Y me dice, ilusa, que si no sería más fácil que tuviera un letrerito. A mí me lo vas a decir. 
Me he sentado en el vagón y  no he tenido que buscar el dinero porque, como soy pro (no sé si lo he dicho antes), ya tenía el billete comprado en la app. He disfrutado de un libro maravilloso, tranquilamente, porque el trayecto es largo de pelotas. He visto a un abuelete con un carrito doble que estaba viendo pasar el tren con sus nietos. He seguido leyendo. Y luego me he bajado sin carreras previas en el lugar correcto de la estación. Que no es fácil. Porque resulta que mi estación es corta, con lo cual si te sientas hacia el final del tren y luego te quieres bajar no puedes porque esas puertas no se abren. Te lo digo por experiencia.
Y he llegado a casa y me he acordado de que las puertas aquí se abren girando la llave en la dirección contraria a las agujas del reloj. Que no te creas que me acuerdo siempre.
Y ya. 
Dice mi padre que tendría que haber hecho una lista con los pequeños logros que he ido acumulando durante estos años allende los mares y he pensado que lo de hoy en julio del 16 se me habría hecho un mundo. Así que he decidido ponerlo por aquí y darme a mí misma un pat on the back, en modo anglosajón autosuficiente.
Porque es verdad, qué cojones. Esto de poder funcionar de manera normal a tantos kilómetros de casa no es poca cosa. Ningún país viene con manual de instrucciones y los primeros meses se los pasa una aprendiendo a base de tortas. Y ahora que están empezando a seleccionar a los nuevos PPVVs me entran la morriña y el PTSD a partes iguales y me doy cuenta del camino recorrido.
Lástima que lo de sentirme así tan pro me venga a dos meses y medio de volverme para España. Aunque la verdad, más que lástima lo que hay son ganas.