miércoles, 20 de diciembre de 2017

17

Mi amiga Paz lleva diecisiete meses sin pisar la patria. Que se dice pronto.
Y yo me estoy poniendo nerviosa sólo de pensar en lo nerviosa que debe estar ella a nada de montar en el avión de vuelta.
Porque año y medio es mogollón de tiempo. Tiempo para que la vida gire 180º y luego otro poco más. Tu vida y la de los de tu alrededor. Que técnicamente no han estado contigo pero en realidad sí.

Yo cada vez que vuelvo a España me tiro en shock como dos semanas. Reverse cultural shock lo llaman. Lo bueno es que en navidades apenas me da tiempo a sufrirlo. Entre cena y comida y copas y cañas y aperitivos y hay que joderse con lo sociables que somos los españoles, antes de darme cuenta estoy sentada en el avión de vuelta.
Pero el reverse cultural shock ese es serio. Y eso no implica que yo de repente me haya vuelto americana y ame Estados Unidos sobre todas las cosas.  Ni mucho menos. Es más bien que me tiro 24/7 intentando adaptarme a este país de locos y cuando vuelvo a España lo que antes me resultaba cotidiano me parece extraño.

Se me hace raro el contacto físico constante, los marujeos, las aceras estrechas. Me llama la atención que la gente camine de un sitio a otro, que coma de pie, que las raciones sean de un tamaño humano. Que la gente vaya de frente, que no se tiren el moco sobre cosas que en realidad no tienen tanto misterio, que se les note en la cara si se cabrean. Que los edificios tengan historia, que haya un bar en cada esquina, que haya gente mayor, y joven y de todas las edades echando el rato con los amigos. Que las parejas se cojan de la cintura y se besen en público, que la dependienta de la tienda te toque en el brazo para preguntarte si necesitas algo. Que tus amigos te pregunten, como si fueran familia, por todos los detalles de tu vida. Porque te quieren, qué coño. Y tú les cuentas todo con todo lujo de detalles porque en EEUU todo es "Fine, thank you." o "Doing well, and you?" y ya cansa. Que las comidas se alarguen. Y las cenas más. Que no haya hora de fin de fiesta. Y que de verdad, cuando te pregunten, puedas decir que has pasado un "great time".

¿Que qué negativa me ha quedado la entrada, decís? Eso se me pasa en dos cañas y un pincho de tortilla. En un ratito de fotosíntesis en una terraza. En un par de achuchones. Y para cuando esté sentada en el avión de vuelta sentiré que he recargado pilas para los siguientes seis meses. Por eso, si os encontráis a Paz, achuchadla como si fuera vuestra amiga del alma, acosadla a preguntas, llevadla a una terracita con caña. Que seguro que os creéis que después de tanto tiempo uno se acostumbra a todo esto, pero en realidad... este país sigue siendo raruno pasen los meses que pasen.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Charla

Muestra nº1 de conversación con mis alumnos:

Niño 1: Miss Fernández, how old are you?
Yo: I'm thirty.
Niño 2: You're dirty?
Yo: No, I'm not dirty I said thirty. Th, th, th, thirty.
Niño 3: How does thirty look like?
Yo: [señalando mi cara] This.
Niño 3: No, I mean the number.
Yo: Oh, a 3 and a 0.

Y cada uno se fue por su lado. 
No tengo nada que añadir.

Necesito hablar más con adultos.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Frío

El año pasado me fui de vacaciones a Miami por Thanksgiving, para coger reservas de calorcito antes del frío. Y poco después de volver, es decir, a finales de noviembre, fue cuando la cosa empezó a ponerse fea. Pero este año el invierno se ha adelantado un poco y hemos tenido el Halloween más frío de los últimos 21 años aquí en Chicagoland, o eso dicen. Este es mi segundo año aquí, con lo que mi experiencia es limitada. Pero la llegada del frío me ha servido para recordar todos esos pequeños detalles que ya se me habían olvidado. Y he decidido compartir mi amplia sabiduría en una lista de supervivencia (muy personal) para el invierno en Illinois. Ahí va:

1-Mira AccuWeather todos los días antes de salir de casa.

2-Fíate de lo que dice la app, por muy improbable que parezca. Sí, ya sé que ayer saliste al recreo en manga corta, pero si pone que hoy hará -2ºC, créetelo.

3- Cómprate buenos calcetines. De los que decidiste el año pasado que eran los mejores después de probar en 20 tiendas diferentes. Tira los que tengan agujerillo en el pulgar. No seas cutre.

4- Asume que ha llegado el momento de llevar zapatos distintos dentro y fuera de los edificios. Se acabó el enseñar empeine.

5- Vuelve a usar crema de manos. Y cacao. Que el viento norteño corta que flipas, por si no te habías dado cuenta.

6 Déjate las ocho capas de ropa puestas durante los primeros 10 minutos de coche. Que el Jeep tira, pero tarda un ratito en calentarse. Paciencia.

7- Recuerda tu estrategia para quitarte ropa en lo que dura un semáforo. Aprovecha sobre todo el de McCormick Boulevard, que dura más. Los guantes, lo último. Cagüen el volante de los huevos.

8- Blasfema. Siempre ayuda.

9- Acuérdate de la camiseta interior térmica, calamidad. Que ya sé que quieres ir mona, pero no se puede tener todo. Mira a tu alrededor y consuélate. Estamos todos en las mismas.

10- Tápate las orejas estilo tu abuela cuando salgas a hacer patio. Deja la dignidad para el verano.

11- Y ante todo, alégrate de que todavía no haya empezado a caer la nieve. Aunque el otro día durante el recreo apareciera algún copillo tímido. En octubre. Vamosnomejodas.

12- Por último, piensa en lo a gusto que vas a estar cuando vuelvas en diciembre a Madrid y vayas con la rebequita de punto y la chaqueta abierta a pasear por el mercadillo de Navidad o por donde te parezca. Que esto de vivir en el Norte viene de lujo para fardar y quejarse bien alto... Aunque, en el fondo, nos encanta.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Candado


Mis amigos y mi familia, que me quieren mucho y se preocupan por mí, me preguntan todo el rato que qué tal el segundo año en Chicago. Y yo les digo que siento que lo tengo todo mucho más controlado, que sé mejor qué es lo que se espera de mí... Pero lo que en realidad les quiero decir es que este año estoy más on top of things. Que no sé si tiene traducción directa, pero a mí me gusta así, en inglés. Lo que pasa que no lo pongo así por no resultar pedante. Que me pongo cansina en seguida.
Pero es verdad, así es como me siento. Este año he subido a primero con la mitad más o menos de mi clase del año pasado, con lo cual ya conozco a muchas de las familias, los niños saben de qué pie cojeo.. Es todo mucho más fácil.
Tanto es así que me he apuntado al gimnasio. Mi amiga Paz, con la que comparto programa, cole y aventuras y desventuras varias, lleva apuntada al gimnasio desde el año pasado, pero yo me desbordo fácilmente, y no me daba la vida. Finalmente, animada por ella, me he apuntado al de al lado del cole, con todas las ventajas que ello conlleva. Que no sólo lo digo por eso de perder peso y poder comer alguna guarrada más de la cuenta para luego quemarla en la elíptica, lo que de verdad me hace ilusión es que me salto la hora punta y mi commute de vuelta pasa de una hora y pico a unos 45 minutos. Y eso, aquí, es la felicidad máxima.
Según firmaba los múltiples papeles de la suscripción al gimnasio (la burocracia americana merece entrada aparte) pensaba qué historias me ocurrirían allí que nunca habría imaginado en España. En concreto pensé "A ver qué cojones me encuentro aquí". Pero queda más mono dicho de la otra manera.
En cualquier caso, los primeros días fueron normales, más o menos como en Madrid. Más allá del hecho de que aquí es obligatorio limpiar con toallitas desinfectantes la maquinaria después de usarla, no vi gran diferencia con lo que ya conocía. Pero eso no iba a quedar así, claro. Que ya nos conocemos mi país de acogida y yo.
Resulta que para las taquillas tienes que llevar tu propio candado. Yo en España ya tengo el mío, pero aquí usé el de Paz la primera vez y luego, viendo que se me olvidaba comprarlo, acabé pillando el que venden en la entrada del sitio. Y según lo vi me dije "Esto era".
Resulta que los candados aquí requieren un estudio exhaustivo. Vienen con una clave de tres números y hay que darles vueltas y más vueltas y luego cantarles en arameo para que se abran. Perdí diez minutos de mi vida intentando hacerlo funcionar y me rendí. Así que le pregunté a una chica con unas uñas larguísimas que si me podía ayudar. Y me dijo que sí, que cuál era la clave. Y se la dije (total, lo único que iba a guardar era la bolsa con ropa) y me dijo: Ah, mira, es así. Plas, plas, plas. Y el candado se abrió. A tomar por culo. Y claro, me dio cosa decirle: ¿A ver? ¿Puedes hacerlo otra vez despacio mientras tomo notas? Pero me quedé con ganas.
El resultado es que no lo entendí y, por lo tanto, no pude guardar la bolsa ese día y fui de la bici a la elíptica y de la elíptica a la sala de musculación cargando con ella. Más tarde conseguí que me lo explicaran pasito a pasito, suave suavecito y ya lo entendí: Que si tu clave es 38-14-08 tienes que dar tres vueltas a la derecha, pasando por el 0, para resetearlo. Luego llegar al 38 y parar. Luego dar una vuelta completa a la izquierda más lo que haga falta para llegar al 14. Y luego ir al 08. Y se abre. Os juro que se abre. ¿Pero quién es la mente enferma que ha decidido que esos sean los candados estándar en los gimnasios?
Yo, por si acaso, no voy a guardar cosas de valor, las dejaré en el coche. Que a unas malas me tenga que ir con la ropa sudada a casa, pero con cartera. Que me huelo yo que si un día se me olvida, el policía de turno pondrá la sirena y me hará pull over y estaré in trouble y sin visado en un periquete.
Mientras tanto, disfruto de mi nueva vida activa, juzgo a la gente que no va al gimnasio (como yo hace dos semanas) y como Nutella con pretzels cuando me entra el gusanillo.
Y sigo sintiéndome on top of things. Que se note que es el segundo año.

Venga. A dar vueltas.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Detalles

Es importante valorar las pequeñas cosas que alegran el día a día. Como el que uno de los enanos que comienza Kinder ahora te mire cuando le vas a recoger a su aula porque ha llegado mamá y te diga "You're pretty", te coja de la mano y camine contigo diciéndote que ha tenido un primer día genial.
Como el hecho de que, a pesar de que te has sentado sin pensarlo mucho en uno de los bancos que pintaron ayer los voluntarios de esa empresa de la que ya no recuerdas el nombre, los pantalones que más usas en el cole no se te han manchado de pintura rosa. Por otra parte, está el pequeño detalle de que la compañera a la que has pedido que lo compruebe te ha dicho que tienes una mancha blanca con forma de mano cerca del trasero. Pero el cómo ha llegado ahí y por qué no me he dado cuenta de ello hasta el final del día es otra historia.
Aprecia también que tus niños, que han subido contigo a primero, aunque no saben leer mucho, disfrutan enormemente con la lectura. Hasta el punto de que N y X se han tumbado en la alfombra juntos para leer un cuento de un unicornio. N se lo va "leyendo" mientras pasa las páginas con una entonación perfecta. Tanto es así que te quedas escuchando a ver si es que por algún milagro esta niña durante el verano ha adquirido una fluidez lectora como de 5º. Hasta que de repente oyes que en vez de la historia de un unicornio ella está contando la historia de una "delivery goat". No preguntéis cómo se ha convertido un fantástico animal mitológico en el medio de transporte más surrealista que he escuchado en mucho tiempo. Tampoco importa. Las risas que me he echado yo sola mientras ellos seguían a lo suyo no me las quita nadie.

Valora todo eso porque, sumado, es lo que hace que no te importe haber empezado ya las clases, mientras en la radio anuncian que el comienzo del curso oficial en Chicago es el 5 de septiembre.

Para entonces mis niños estarán ya en la mitad de su primer trimestre. Nos habremos reacostumbrado a vernos a diario. Y me seguirán diciendo cuando llegan que me han echado de menos, y que me echarán de menos al irse. Porque para muchos de mis alumnos el hecho de que sólo hayamos tenido cinco semanas sin cole es una maravilla, un escape de su mundo. Y a mí ya sólo con eso, y con sus detalles, me vale.

jueves, 3 de agosto de 2017

Volver

A mi hueco. Que se había quedado aquí, a este lado del charco. Que de toda la vida ha sido el otro lado y ahora me resulta más familiar que el que siempre consideré mío.
Será porque mi rutina está aquí y a Madrid hace tiempo que vuelvo sólo de vacaciones.
El sábado pasado aterricé en EEUU después de cuatro o cinco semanas en España y ahora ya parece que no me he ido. Me he incorporado a mi vida como si nada, pero en realidad sí. Ha sido el tiempo suficiente como para dejarme con un pie en cada continente, con el océano de por medio. Con sus casi siete mil kilómetros entre pie y pie. Sus cuatro mil y pico millas.

Ya me avisaron otros viajeros, agárrate a la vuelta. Y yo, que aún no he vuelto del todo, no me esperaba esto en mi retorno temporal a la madre patria. El choque cultural de no saber ya a qué carajo agarrarte. Quién narices eres. Encontrarte con lo mismo de siempre pero nuevo de ahora. Y tu vida de aquí avanzando sin ti. Igual que ha avanzado tu vida de allí. 

Y no queda otra que seguir. Planificar vacaciones dos veces al año. Quedar con todos. Decirles que les quieres. Hablar, hablar y hablar entre caña y copa, entre tapa y pincho. Entre ración y ración de jamón. Y al cabo de un tiempo volver a encontrar tu hueco en Madrid, con tu gente de siempre. Para volver a irte. A seguir. Que esto no para.

martes, 30 de mayo de 2017

Exhausta

Todos los que me leéis y sobre todo los que habéis estado por aquí de visita sabéis que mi jornada laboral es larga y que acabo muy cansada. La red de centros para la que trabajo considera que atendiendo a los niños más horas al día y más días al año que cualquier otra escuela conseguiremos compensar las deficiencias de sus entornos familiares y sociales, poniéndoles así al nivel de otros chavales más favorecidos.
En teoría suena fenomenal. En la práctica implica que llevamos ya algo más de 180 días de clase y estamos todos absolutamente agotados.
El final de la semana pasada, en concreto, fue de traca. Llevábamos prácticamente dos meses sin ningún tipo de descanso y tanto niños como maestros estábamos que nos subíamos por las paredes. De eso que estás tan cansada que te planteas si de verdad esto es lo tuyo, si quieres hacer esto toda tu vida.
Afortunadamente aquí, a parte de las vacaciones normales (que son más cortas que las españolas), el cole te permite pedir cinco días al año de asuntos propios. Aprovechando que el lunes era festivo (Memorial Day), pedí el viernes también para tener así cuatro días libres y descansar en condiciones. Me lo concedieron desde el equipo directivo, contra todo pronóstico, ya que no suelen ser partidarios de alargar puentes. No os hacéis una idea de lo bien que me ha venido.
He pasado los cuatro días en Allegan, un pequeño pueblo de Michigan. Que si yard sales, que si paseos junto al lago. Que si barbacoa, que si pelis chorra. Que ¿a qué dices que te dedicas? Y yo que sé, ya ni me acuerdo. ¿Qué por qué zona vives? Yo aquí, ahora, gracias.
Desconexión total, qué maravilla. De la ciudad, de las prisas, del tráfico, de los madrugones, de la ropa de trabajo, de los precios desorbitados.
Y hoy, martes-lunes, miraba a los niños con otros ojos. Que sí que son monos, que es que se me había olvidado. Que sí que están aprendiendo, mujer. ¿No ves que acaban de leer en alto un libro largo que te cagas casi sin ayuda? Respiro de alivio.
Y el jueves y el viernes MAPP testing y se acabó. A repasar y a salir mucho al parque. Y a descansar y a volver a querernos. Que el verano llega enseguida y se acaba en un momento. Que cinco semanas se pasan en nada y a la vuelta tenemos que poder cogerlo con ganas.

sábado, 20 de mayo de 2017

Lunares

En España trabajo con niños de todos los colores, excepto en mi último cole porque Chamberí es lo que tiene. Pero nunca ha sido relevante el tema de la raza. En este país la raza está presente a cada paso que das. Nunca en mi vida he hablado tanto sobre el color de mi piel. Que, por si os interesa, en este país es brown porque no soy americana blanca. Hablo español como primera lengua y eso ya me hace pertenecer a otra categoría racial, a pesar de que no paso de la leche manchada en verano. Eso no importa. Para ser white tienes que cumplir una serie de requisitos que vienen con una serie de privilegios, a veces sutiles y otras veces no tanto. La white people también tiene sus problemas, no os creáis. Principalmente de cara a todos los demás grupos étnicos, que están hasta la bola de lo que aquí se llama white privilege. Pero a lo que voy, que a pesar de que en todos los colegios donde he trabajado siempre he tenido chavales de razas múltiples, la piel nunca fue un tema de conversación entre nosotros. Me (y les) importaba bastante poco.
Mis niños negros de aquí, en cambio, son muy conscientes de que son negros y cada dos por tres me saltan con un "He's talking about my skin" que utilizan para hacer sentir culpables a los adultos y conseguir una reacción desmesurada ante cualquier problema. No vayamos a tener problemas en el país de la corrección política. No vaya a venir un padre a decir que somos racistas, que no se les trata de manera igualitaria. Que en este país está todo muy pensado para dar apariencia de igualdad. Mientras no se rasque mucho.
Estados Unidos es un país muy segregado. Y eso hace que yo sea, probablemente, la persona más blanca que mis alumnos negros ven diariamente. El otro día, cuando era verano (hemos vuelto a las temperaturas invernales de repente), iba yo con una blusa sin mangas y uno de mis alumnos negros me miró intensamente el brazo, me tocó los lunares y me preguntó que qué eran esos bumps. Le dije que eran lunares, que me han ido saliendo por estar al sol y pareció quedarse tranquilo. Al día siguiente me volvió a mirar extrañado y me preguntó, preocupado, "Are you gonna have these forever?". Y le dije que sí. Y se me ocurrió que nunca se me había ocurrido pensar que la gente negra, por lo general, no tiene lunares en los brazos. Y que qué bien que estemos todos mezcladitos y podamos mirarnos de cerca y vencer la distancia entre las razas. Que suena anticuado. Pero a este lado del charco todavía hace falta.

lunes, 17 de abril de 2017

Verde

Y así, como si nada, después de un día de nieve repentino como de rabieta de niño chico al que se le acaba lo bueno, ha llegado la primavera a Chicago.
Dicen a los que les gusta este clima que lo bueno de vivir aquí es que de verdad se percibe el cambio de las estaciones. Razón tienen. Aquí el verano es asfixiante y pegajoso, el otoño colorea los árboles como nunca lo hace en Madrid, el invierno lo es sin medias tintas. Y por lo que parece, la primavera viene llena de barro y sol y lluvia y un poco de nieve y algún día de viento. Como en los cuentos. Esos cuentos en los que las estaciones eran cuatro con sus abanicos de colores bien diferenciados que poco tenían que ver con la transición suave que vivimos en Madrid de una estación a otra.

Los árboles verdean ya. Los laterales de las carreteras se han puesto el vestido de verano para estar fresquitos, el césped del colegio está que da gusto verlo.
Y de repente se olvida casi del todo el invierno. Se olvidan esos días en los que salíamos de noche del cole, en los que sólo veíamos la luz del sol a través de los cristales del aula porque se nos helaba el culo nada más poner un pie en la calle. Se olvida como dicen que a las madres se les olvida el dolor del parto al poco de dar a luz. Y menos mal.

Poco a poco, la ciudad se va pareciendo más y más a la que conocí a mi llegada. Los chicaguenses van saliendo de su hibernación y llenan las calles, los parques y las terrazas.
Va saliendo la vida otra vez, la vida de colores, de pantalones cortos y chanclas. Y huele ya casi a vacaciones.

Y en mitad de este verde que tiñe mi ciudad de acogida, una luz de Madrid que me hace sentir un poco más cerca de casa. Vallecas, Madrid, en Chicago. Mi yo de España que vuelve a salir, a soltar barbaridades sin preocuparse de lo políticamente correcto, que vuelve a ver este país con ojos patrios. Que por qué nos ponen agua si no la hemos pedido, que qué pelotas es el Uber, que qué maravilla el Art Institute. Y no sólo eso. Que tiene delito, Leti, que hayas tenido que venir para que me pregunte qué será el templo por el que paso al volver del cole cuando elijo el camino largo. Manda narices que el Jardín Botánico sólo me haya animado a verlo contigo. Y menos mal. Qué maravilla re-descubrir esto a tu lado. Tus cámaras y tú. Recarga de pilas por los dos lados. Una y mil veces gracias por traer aún más luz a esta primavera verde. Lejos, pero no tanto, de casa.

sábado, 11 de marzo de 2017

Rutina

Casi un mes y medio sin escribir por aquí. Y casi ocho meses a este lado del charco.
Y es ahora cuando empiezan a apagarse los focos de la novedad, que lo hacen ver todo con ojos de turista, y se comienza a  ver la vida aquí como lo que es: la nueva rutina. Y no lo digo en el sentido peyorativo que suele tener la palabra. Constato simplemente el hecho de que esto que tengo aquí es ya definitivamente mi vida.

Mi rutina aquí es sencilla. Y larga. La comparto para mis compis profes, que me suelen preguntar. Y para mi familia querida, que sé que cuente lo que cuente les interesa.

Me levanto a las 5.15 todas las mañanas. Desayuno mientras preparo la comida. Ducha, elegir ropa para el trabajo (¿es jean day hoy?) y al coche. Escucho country por las mañanas. Siempre. Hay un par de tipos que hace un programa divertido en US99 y no me hacen pensar demasiado. El camino al trabajo no tiene mucha complicación: Dempster hacia el oeste, luego la I94 hacia el norte y por último Grand Avenue hacia el este de nuevo. Poco más. Siempre llevo el GPS del móvil puesto por el tráfico. El jueves había un atasco del carajo y me mandó por una ruta alternativa con bosque y lago. Se empieza el día de otra manera.
En el colegio los niños entran a las 8 de la mañana. Tienen media hora para coger el desayuno del comedor y se lo comen en la clase, mientras yo preparo las cosas. A y media se sientan en la alfombra, paso lista, leo el morning message, lo trabajamos, repasamos el sonido de la semana y las sight words y hacemos una breve pausa de unos 10 minutos. Después pasamos a hacer la clase de Reading, en la que analizamos distintos textos y trabajamos vocabulario (hablaré del curriculum que seguimos en otra entrada porque tiene miga). Sobre las 10.15 pasamos a nuestros centers. Esto son actividades de 12 minutos de duración por las que van rotando los niños en grupos acordes con su nivel de competencia lectora. Tenemos actividades de construir palabras recortando, de buscar vocabulario en ciertos libros, actividades en los laptops... y un ratito conmigo.
Como a las 11.25. Tengo media hora.
El recreo es de 12.10 a 12.40. Hago patio todos los días.
Las tardes varían más. Puede que empleemos parte del tiempo en acabar las rotaciones o, si ya las hemos acabado por la mañana, pasamos a matemáticas. Se trabaja el calendario, los días que llevamos en el cole desde que empezamos (¡130!) y otros contenidos. Imparto una pequeña lección al gran grupo y luego pasamos a trabajo individual o hacemos centers de nuevo, según el tiempo que tengamos. Los viernes vamos también un ratito a la biblioteca.
A las 14.45 tienen specials. Que puede ser Arte o Educación Física. Ese es mi planning time. Se le suman los siguientes 15 minutos en los que mi assistant se encarga de la clase, leyendo un cuento o repartiendo snacks. Con lo cual tengo 45 minutos para preparar las clases próximas, imprimir materiales, reunirme con personal de apoyo del centro...
A las 15.45 tienen que estar listos para ir al gimnasio, donde se les organiza en filas para ir a la ruta o a la parte frontal del edificio si les vienen a buscar los papás.
Sobre las 16 ha terminado todo el jaleo. Te puedes quedar, si quieres, más allá de las 16.15 que dice tu contrato. Pero generalmente estás tan agotada que lo único que quieres es salir pitando para casa, a ver si no te comes demasiado tráfico. Pero siempre hay. El trayecto de la tarde te lleva una hora y diez como mínimo. Suelo volver por carreteras más pequeñas que me ahorran el stop and go agotador de la autovía.
Llego a casa nunca antes de las 17.30. Y ahora, dependiendo del día que haya tenido, puede que me tire en el sofá en modo ameba o que haya tenido que ir a hacer compra y me dedique a colocarla. O que se me hayan acabado los calcetines y toque hacer colada. A veces, si hay suerte, saco fuerzas para hacer yoga.
A cenar, ligerito, y a la cama nunca después de las 23, que al día siguiente se madruga un huevo. Y así de lunes a viernes.
Los fines de semana varían, claro. y son la recarga de pilas que hace falta para poder aguantar el trajín del colegio. Menos mal.

Ahora que esta ya es oficialmente mi rutina vivo más tranquila. Porque el cerebro humano funciona mejor en lo conocido, en lo cotidiano, y ahora ya no me cuesta tanto esfuerzo todo. Ya he arreglado los últimos flecos que me quedaban (la dichosa factura de la luz, que aún no estaba a mi nombre...) y viene todo mucho más rodado.
Los días se hacen más largos. Mañana cambiamos de nuevo los relojes.
Y la luz se empieza a parecer más a la que había cuando llegaste. Cuando llegaste hace ocho meses y no había ni un solo minuto al día que fuera rutina. Cuando todo te parecía nuevo, y raro, y fascinante.Y nada de esto era tuyo.
No ha pasado tanto, y sin embargo...

lunes, 23 de enero de 2017

Banana bread

Hay lunes que una se levanta con el pie torcido. El fin de semana se hace corto, después del finde pasado de tres días y cuesta volver al cole.
Esta mañana me levanté cansada como para acostarme ya hasta el martes. Pero no se puede. Que soy la profe y es una movida. Aunque ya sé, tras unos cuantos años de experiencia, que como entre con el paso cambiado en el aula el día no va a ir bien y... voilà. Sin sorpresas. El día ha sido un desastre. Que en España te pasa y te da un poco más igual, porque te vuelves en el metro, en tu rutina de días de mierda y listo. Pero aquí no hay rutina de días de mierda todavía, porque afortunadamente no han sido muchos. Así que vas improvisando.

En mi breve experiencia en un país con un idioma extranjero (así, como suena), el propio te sale más fácilmente en las circunstancias más emocionales. Ya lo he comentado alguna vez. Y hoy estaba yo emocional. Y de un patrio que tiraba para atrás.
Así que cuando A, tras tocar los cojones durante todo el día, me dice, sincerándose, que "I just don't like being nice", le he soltado un "La madre que te parió" que me he quedado más a gusto que nada. No es profesional, lo reconozco, pero es que hay que echarle de comer aparte al colega. Ojú. Y una, que se dedica a esto porque de verdad cree en ello, a veces se siente desbordada cuando nada funciona. Y aunque sabe que en esta profesión lo importante, lo primero, son ellos, a veces también se cansa, y se harta de que no les importe en absoluto tu estado de ánimo. Qué les va a importar. Si tienen 5 años. Angelicos. Suficiente tienen ya con lo suyo de casa, bien lo sabes. Pero ya mañana volverás al modo zen. Hoy toca ofuscarse.

Por algún extraño motivo, el cabreo te da energía y cuando llegas a casa, a las mil y ya de noche, claro, aún tienes fuerzas para poner la lavadora y la secadora (con todo lo que eso conlleva) y de doblar la ropa, y de tender la que no se ha secado bien porque hoy es uno de esos días, y de aspirar la casa, y de hacer un banana bread con los tres plátanos pochos que tienes en el frutero, que ya te vale. Con la poca fruta que compras y se te pone mala.
Y mientras el bollo (que a ver cómo sale porque lo has hecho un poco a ojo) se hace en el horno, te preparas la cena y no está rica. Porque mientras la preparabas pensabas en esta entrada que ibas a escribir y en lo a gusto que te ibas a quedar cuando la publicaras. Y piensas, mientras das el último mordisco al burrito insulso, en el horno. Que no se te olvide apagar el horno.

Y echas un poco de menos los días malos en Madrid, que por lo menos es casa. Pero te das cuenta de casa ahora es esto. Así que esperas que no haya demasiados días como hoy y te deleitas en el olor a bollo recién hecho y a ropita limpia. Y piensas que, al fin y al cabo, no es un mal final para este lunes de mierda.

domingo, 8 de enero de 2017

Reyes

Hay tres días al año que me hacen especial ilusión. Y dos de ellos caen en las vacaciones de Navidad: Nochevieja y Reyes.
Este año, aunque sí he podido celebrar el comienzo del 2017 con mi gente querida de siempre (y nuestros atuendos horteras), no he podido estar en España el 6 de enero, porque empezamos las clases el 4.
Es una sensación rara, como de traición a esos tres señores con barba en los que creemos los españolitos tengamos la edad que tengamos. Como de sentir que debes pedirles perdón por haber tenido que adelantar la entrega de los regalos, como de querer prometerles que pronto volverás a celebrarlo como es debido.
Tonterías de niña chica. Dice mi padre que el infantilismo es la deformación profesional de los maestros.

Aunque el estar lejos de casa no quiere decir que no se sienta la magia de los Reyes. En el roscón casero compartido con los compañeros del cole. En las fotos que habéis ido subiendo a Facebook. En la sonrisa de los peques, que da igual lo que te reconcoma la nostalgia, es contagiosa siempre. En la ilusión de Marcos, al que han traído su primer móvil y te pide que os hagáis un selfie. En los regalitos de los que, como tú, han estado fuera pero te han tenido en mente. En la paella compartida (y la tortilla, y el quesito, y el chorizo) con la familia de acogida de Chicago, que sabe que te entra la morriña y ha querido echarte un cable en forma de fiesta patria. En esos rayos de sol que ya van alargando los días.

Y qué si Sabina suena de fondo durante la cena y se te encoge un poco el corazón. Estás viviendo un momento extraordinario. Que no es un paréntesis, como piensan algunos, sino un pedacito de vida, de biografía, que te está cambiando para siempre. En una ciudad extraordinaria también, rodeada de gente maravillosa que, sin darse cuenta, este año han sido los verdaderos Reyes.